Comentario
El auge urbano durante los primeros siglos del Islam fue importantísimo; muchas ciudades antiguas crecieron otra vez, después de épocas de estancamiento, y otras nuevas vinieron a añadirse a ellas. Además del aspecto cuantitativo hay que valorar otro cualitativo que se refiere a la importancia de las funciones económicas, políticas y culturales de muchas de aquellas ciudades, nudos de comunicación bien servidos por redes de caminos y organizaciones caravaneras florecientes.
La nueva vitalidad urbana se dejó sentir pronto en el antiguo dominio bizantino: por una parte, nuevas ciudades fronterizas junto al Taurus y en Cilicia; por otra, auge de puertos como Acre o Tiro, y de ciudades del interior como Alepo, Jerusalén, segunda ciudad santa del Islam, y, sobre todo, Damasco, capital bajo los omeyas e importante centro manufacturero de aceros y cobres damasquinados y de tejidos o damascos de algodón y seda.
Las principales fundaciones ocurrieron en Mesopotamia: antiguos campamentos de los conquistadores se convirtieron rápidamente en grandes ciudades como Basra, con 200.000 habitantes, Kufa, con 100.000, o Wasit. Bagdad, fundada en el año 762 como nueva capital, tendría en época de Harun al-Rasid nada menos que 2.000.000 de habitantes; heredera de Babilonia y de Ctesifón, Bagdad era en aquel momento el principal nudo de comunicaciones de todo el Oriente Próximo, como correspondió a su capitalidad aunque, a partir del año 836, la construcción de Samarra, 100 kilómetros al Norte, la privó de sus funciones palatinas y después, la decadencia del califato provocó la suya propia, que tocó fondo en 1258, cuando fue arrasada por los mongoles.
La situación urbana era más floreciente en el Irán sasánida, donde muchas ciudades se habían desarrollado como centros mercantiles en oasis bien cultivados. Tras la conquista, a la parte antigua persa (sharistán) se unió a veces la ciudad nueva árabe, pronto unidas en un solo núcleo, como sucedió en Ispahán, Marw, Bujara o Samarcanda: en época samaní, esta última ciudad llegó a tener 500.000 habitantes, como otras grandes capitales regionales del siglo X. Recordemos también la importancia de ciudades ya mencionadas como Rayy, cercana a la actual Teherán, Tabriz, Herat, Nishapur o Kabul.
En Egipto, Alejandría conocería sucesivos renacimientos gracias a su indiscutida capitalidad mercantil, pero la gran creación fue El Cairo, a partir de fundaciones anteriores: el punto de partida fue la ciudad helenística de Babilonia, próxima al canal que unía el Nilo con el Mar Rojo. Luego, el campamento fortificado de Fustat (Fossatum) establecido por los árabes en el año 641. Un siglo después, algo más al Norte, el nuevo emplazamiento de al-Askar (El Campo). En el 872 los Tuluníes construyeron su palacio y una mezquita en las proximidades (al-Qata'i) y al cabo de otro siglo, desde el ano 972, los fatimíes alzaron en un nuevo emplazamiento "la ciudad fundada cuando se eleva Marte" (al-Qahira), que fue su capital y albergó más de 500.000 habitantes en la época de esplendor del califato.
El urbanismo de nuevo cuño tuvo mucha importancia en el Magreb, donde la decadencia de los siglos anteriores había deteriorado las ciudades mientras que las poblaciones bereberes eran, en general, rurales. Qairuán, fundada en el año 670 como plaza fortificada, experimentó diversas ampliaciones hasta el siglo X. Túnez comenzó siendo un arrabal de Cartago antes de sustituir a la ciudad antigua. La expansión del Islam está jalonada, como ya indicamos, por fundaciones de ciudades: Tahert, Fez, Marraquech. El desarrollo urbano andalusí partía de bases mejores, aunque también cambió el signo de una época anterior de decadencia: Córdoba alcanzaría los 100.000 habitantes en su apogeo califal del siglo X, Sevilla los 80.000 cuando fue capital de los almohades en el XII y Granada los 50.000 en su época nasri (siglos XIV y XV): no son cifras desmesuradas si se las compara con las de otras capitales islámicas. Aunque la red urbana era ya bastante densa en la parte de la Península dominada por los musulmanes, las fundaciones no escasearon en zonas peor dotadas o en las que existió mayor necesidad de defensa o bien en puntos costeros estratégicos: Badajoz o Murcia en el primer caso, Calatayud, Tudela, Lérida, Medinaceli o Madrid en el segundo, Gibraltar o Almería en el tercero.
A la vista de las ciudades actuales del mundo musulmán podría pensarse que hay un urbanismo peculiar, una especie de tipo de ciudad islámica con rasgos bien definidos cuando lo cierto es que esto no fue así en principio sino que el plano desordenado de muchas ciudades es efecto de la falta de autoridades y reglamentaciones urbanas suficientes, aparte de las aplicadas por el cadí y el muhtasib, y de un concepto de la vida familiar y privada que orienta la casa hacia el interior y apenas presta atención a las áreas de uso compartido -calles, plazas- ni a lo urbano como unidad pues la ciudad se fragmenta en barrios y zonas poco interrelacionadas e incluso con murallas propias, o se rodea desordenadamente de arrabales. Sin embargo, "el Islam tiene necesidad de la ciudad para realizar su ideal social y religioso" (Planhol), por lo que hay un centro indudable, la mezquita mayor, rodeada de zocos o mercados, alcaicerías y bazares, alhóndigas o almacenes, baños, talleres de los oficios más preciados. El mismo esquema puede repetirse, en tamaño menor, alrededor de las mezquitas. El barrio del palacio y de los centros gubernativos (majzén) es otro centro de organización del plano pero con frecuencia se sitúa en un extremo de la ciudad o fuera de ella, en forma de ciudadela con sus propios servicios y miles de personas que rodeaban al califa o al emir: la descripción de la vida en palacio, "síntesis de lo mejor que podía obtenerse en confort material, utilitarismo, estética, capacidad defensiva y administrativa" (Sourdel), forma parte del estudio de la ciudad musulmana.
Las ciudades estaban integradas por barrios, a menudo habitados por grupos de etnia u origen diferente, musulmanes en su mayoría, aunque podía haber barrio judío (melláh), muchas veces cerca del majzén por motivos de protección. Aquella falta cruel de unidad, que se extendía a los arrabales, se añadía a la ausencia de autoridades urbanas específicas y contribuyó a la irregularidad del plano a medida que el tiempo pasaba: los dueños de viviendas tenían derecho preferente (fina) sobre el uso de los espacios públicos colindantes, lo que multiplicó el número de voladizos y pasadizos, el bloqueo de callejas sin salida (darb) y la irregularidad y estrechez del trazado viario aunque se respetara el entorno de las mezquitas y algunas vías principales de circulación.
Las funciones artesanales y de mercado singularizaron a las ciudades musulmanas, contribuyeron a la complejidad de su estructura social y requirieron algunos criterios de organización que llegaron a la madurez entre los siglos IX y XI. Los tratados de hisba suelen contener algunos de ellos ya que el responsable de su cumplimiento era el muhtasib, secundado por maestros de cada profesión (amín, arif) especialmente cualificados, y se refieren a calidades, precios y condiciones requeridas para la práctica del oficio con taller abierto. No formaban los artesanos gremios o corporaciones autónomas pero aquellas formas de control en manos de autoridades exteriores les daban, con todo, cierta cohesión por oficios, así como la costumbre, heredada de épocas anteriores a menudo, de que los talleres y tiendas de cada oficio estuvieran en las mismas calles o sectores urbanos, o dispusieran a veces de mercadillos propios, lo que es lógico dentro de un sistema que no pretende fomentar la competencia entre los artesanos sino controlar sectores de la producción manufacturera y del mercado urbano.
Desde luego, las actividades artesanales más abundantes y de mayor especialización se desarrollaban en las ciudades, y en ellas se difundieron o perfeccionaron numerosas técnicas de trabajo. Las manufacturas textiles eran las más importantes siempre, por la necesidad de los productos que fabricaban y por el valor intrínseco que éstos tenían y conservaban largo tiempo: pañería de lana magrebí y egipcia, lienzos de lino egipcios, tejidos de algodón iraquíes, del Yemen y del Irán, y sederías también iraníes, iraquíes y palestinas aunque hubo una difusión general de la sericicultura en el mundo islámico, y de mejores técnicas de tinte con grana, azafrán e índigo. Los tapices y paños de seda e hilo de oro o tiraz, tan vinculados al lujo no sólo de la Corte sino incluso de los campamentos nómadas, eran en algunos casos objeto de monopolio de fabricación en talleres califales.
Otras actividades manufactureras de gran desarrollo fueron las relativas al cuero (Egipto, Yemen, Córdoba, Fez) y a la carpintería para construcción e interiores -carpintería de lo blanco como se diría siglos después en Castilla-, en la que los musulmanes alcanzaron gran calidad, así como en tareas más delicadas de obraje de puertas, mobiliario, tribunas portátiles y taraceado, con empleo de maderas nobles y marfil. Otros aspectos a recordar son las mejoras técnicas en la fabricación de cerámica de tonos metalizados, la introducción del papel, de origen chino, que se producía en Samarcanda ya en el siglo VIII, y el descubrimiento del cristal en el IX. Por el contrario, la metalurgia apenas experimentó avances, salvo en la fabricación de sables en el Yemen o el Jurasan, y el empleo del hierro no alcanzó gran desarrollo; para muchos objetos de la vida cotidiana se usaba el cobre, más abundante y fácil de obtener, y a su labor se refieren algunas técnicas de adorno como el damasquinado, originario del Asia Central.
Si el artesanado daba vida a buena parte de la diversidad social urbana, otras procedían del comercio, la política y la religión, actividades que se concentraban en las ciudades. Los grupos de mercaderes y financieros poderosos no participaban como tales en el poder político pero eran los notables de la sociedad urbana (a'yan), a los que más de una vez apelaba el poder, organizado en el seno de la burocracia y del ejército que rodeaban al califa o al emir; sus altos cargos eran una aristocracia (jassa) no hereditaria sino de función, aunque cabe suponer que los lazos profesionales y familiares harían de ella un grupo relativamente estable en sus componentes. La vinculación y circulación de personas entre el mundo del comercio y el de la religión y de la ley era, por lo que parece, más frecuente: los grupos de ulemas, faquíes, cadíes, incluso algunos sufíes, tenían el prestigio que daba el hecho de ser el núcleo principal en torno al que tomaba conciencia de sí misma y sentido de identidad la sociedad en su conjunto; muchos de sus nombres y creaciones profesionales han llegado a nuestros días a través de los diccionarios biográficos escritos entonces, puesto que se refieren sobre todo a ellos. Pero hasta el siglo XI no comenzó a haber centros de estudios religiosos superiores o madrazas anejos a mezquitas mayores donde se institucionalizaran las funciones de algunos miembros de aquella aristocracia intelectual.
Los lazos de familia, vecindad y etnia, los aspectos profesionales y económicos, la relación con el poder y con la religión, no eran los únicos en crear estratificaciones y solidaridades de grupo dentro de las sociedades urbanas, que concentraban a mucha gente en poco espacio y estaban expuestas a problemas de orden público y a movimientos de presión que era preciso controlar o, si llegaba el caso, utilizar en las luchas por el poder. Hubo también fenómenos asociativos que mezclaron con frecuencia aspectos generacionales -se referían a la juventud masculina-, iniciáticos -similares en algunos aspectos a las cofradías- y para-militares, pues daban lugar a milicias y policías paralelas de barrio: de todo esto se encuentra en los ayyarun de Bagdad y otras ciudades iraquíes e iraníes y en los ahdat de las sirias, que, según algunos autores, se inspiraron en el modelo de los bandos o demes de Constantinopla y otras ciudades bizantinas en siglos anteriores. En momentos o tierras de dominio si´i, especialmente en el Egipto fatimí, algunas de aquellas corporaciones podían acentuar su carácter sectario, de iniciación religiosa secreta y resistencia oculta en medio de un poder y una sociedad considerados impíos.